Dralina era
un hada joven, muy joven, apenas tenía trescientos años y eso, para un hada,
son muy pocos años. Su cometido en el otoño era humilde pero tan importante y
necesario como el de las hadas de rango más elevado. La pequeña Dralina
pertenecía al grupo de las pequeñas hadas que se encargaban de las hojas: las
ayudaban a separarse de los árboles, las hacían volar, las esparcían por
campos, calles, parques, las hacían danzar y correr unas tras otras en
divertidos e inacabables círculos… Dralina se encontraba entre las más
trabajadoras y divertidas de estas hadas. Disfrutaba muchísimo jugando con las
hojas y de ayudar a la Bruja a extender el otoño por su reino y por el mundo.
No era
especialmente valiente, tampoco destacaba por ser la más inteligente y, sin
embargo, ya véis, fue ella la que única que, en aquellos terribles momentos,
fue capaz de idear un plan -bueno o malo ya se verá- y fue ella la que se
presentó -temblando- ante la Reina para contárselo. Su plan era simple, muy
simple, tan simple que nadie creyó que pudiera funcionar pero, cuando la
esperanza comienza a perderse, cuando la idea de la rendición comienza a rondar
por las mentes, es mejor tener un plan simple o absurdo y aferrarse a él, que
no tener ninguno. Por eso la Hechicera del Otoño aceptó el plan que la pequeña
Dralina le propuso. El plan, el simple, simple plan, consistía en ir a los
campos del Hechicero del Verano y robar unas Espigas del Sol. Estas espigas son
las que usa el Verano para llevar el calor de un lugar a otro, en ellas está
almacenada toda la luz y el calor de los largos y ardientes veranos, con un
puñadito de ellas se podía descongelar el Polo Norte… y el Mago del Invierno
les tenía un miedo atroz y lógico. Si Dralina lograba hacerse con unas pocas de
estas Espigas y llevarlas hasta el reino del Invierno podría amenazar al gran
Mago y conseguir -tal vez- que dejara al Bosque, a sus habitantes y al resto
del mundo, en paz. Ya he dicho que no era un gran plan, todo el mundo dudaba
mucho de que funcionara pero al menos, pensó la Bruja, mantendría la esperanza
y era mejor que sentarse a esperar la derrota. Así que se dispuso que la
pequeña Dralina partiría inmediatamente a cumplir con su misión. Ya sé que lo
habitual en las historias que a los héroes se les concedan poderes o armas
poderosas y mágicas o cualquier cosa que les resultará de ayuda en el futuro
pero mucho me temo que en esta historia no hay nada de eso. Dralina partió
sola, la Reina no le dio ningún poder especial ni ninguna piedra mágica; no
hubo palabras secretas ni armas extraordinarias, no señor, nada de eso. La
pequeña hada sólo contaría con ella misma… y nada más. A la mañana siguiente de
ser aceptado el plan, al amanecer, Dralina se puso en marcha rumbo a los
sembrados del Hechicero del Verano. Voló durante varios días y varias noches
hasta llegar a los confines del gran Bosque, a la frontera donde el frescor del
otoño comenzaba a ser sustituido por el tórrido verano. Antes de pasar al reino
vecino, se desprendió de su abrigada capa otoñal y de sus cálidas botitas, se
aprovisionó bien de agua y se puso un enorme sombrero para protegerse del sol
que le esperaba al otro lado del muro que separaba ambos reinos. Así preparada,
Dralina volvió a alzar el vuelo. En cuanto llegó al otro lado chocó con una muralla
pero no de piedra, sino de calor. Un calor intenso y denso que la golpeó con
tanta fuerza que casi la hace caer. En su joven vida había sentido algo
parecido. El calor parecía querer aplastarla contra el suelo, el sol abrasaba
su pálida piel. Mover las alas le suponía el triple esfuerzo que en el Bosque y
no podía dejar de beber y beber y beber. ¿Cómo podía nadie vivir bajo un calor
tan intenso? ¡Pobre Dralina! Acostumbrada a las suaves y frescas temperaturas
otoñales, el poderoso calor veraniego era una tortura. Pero el hada no se
rendía así como así y continuó adelante con decisión. Le llevó otra semana
llegar hasta el trigal en el que el Hechicero sembraba y cuidaba sus Espigas
del Sol. Llegó agotada, con la piel enrojecida por el sol, casi sin agua pero
con el ánimo, a pesar de todo, bien alto. Había pensado que robar las Espigas
iba a resultarle muy complicado pues suponía que los campos estarían
fuertemente custodiados y que el Hechicero estaría muy pendiente de ellos pero,
asombrosa y afortunadamente, los sembrados estaban sin custodia. Nadie los
guardaba, nadie los protegía, nadie se preocupaba de ellos. Su dueño se
hallaba, al parecer, inmerso en una continua fiesta junto al lago cercano,
comiendo, tomando bebidas refrescantes, bailando, cantando, totalmente
despreocupado de lo que pudiera ocurrir con sus Espigas o el resto de su reino.
Así que para el hada fue coser y cantar recoger un enorme puñado de ellas sin
que nadie se percatara de su presencia, guardarlas y partir sin más demora… …En
esta ocasión rumbo al helado reino del Mago del Invierno.
Continuará…
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