CapituloII
Bien, bien,
bien. Aquí estamos otra vez dispuestos a seguir con esta historia que me contó
quien sabe, quien puede y quien quiso.
Decíamos
hace nada que, tras atravesar una argentada y argentina bruma y estornudar una
docena de veces, nos encontramos, por fin, en el maravilloso, portentoso y hermoso país de Fantilusia. Cuando llegas a
este país tienes la curiosa y simultánea sensación de estar en un lugar
completamente desconocido y tremendamente familiar; es normal, a este país
acudimos todos -absolutamente todos- cada vez que soñamos ya sea dormidos o
despiertos, y cada vez que imaginamos alguna historia, y cada vez que nos
sumergimos en la lectura de algún relato, y cada vez que nos cuentan un hermoso
cuento… En fin, accedemos a Fantagia con nuestra fantasía cada vez que algo
aviva y activa nuestra imaginación, por eso nos resulta tan familiar aunque
nunca lo hayamos pisado con nuestros pies.
El país es
extenso, muy extenso, tan extenso como tu mente, tan amplio como tu ingenio,
tan vasto como tu capacidad de crear. Todo cuanto puedas imaginar, todo cuanto
otros puedan imaginar está aquí y cada vez que alguien usa su imaginación,
Magosia crece.
En el
extremo norte del Fantilusia, justo ahí, según se entra, a la derecha, hay un
gran Bosque. No un bosque de esos domesticados donde vas de picnic o a coger
setas, no, es un gran, gran Bosque, un Bosque así, con mayúsculas, un Bosque
con árboles milenarios, con senderos sombríos, con claros escondidos, con
lugares oscuros. Es un Bosque lleno de susurros de plantas y ajetreo de
animales.
En este
bosque no hay nada verde, ni verde claro, ni verde oscuro ni verde botella ni
verde azulado ni ningún tipo de verde, no, en este bosque todo es de color
rojizo, anaranjado, marrón, ocre, amarillo, púrpura… los cálidos colores del
otoño. El Bosque huele a lluvia, a castañas, a hojas secas, a manzanas, a
brasero, a viento y a frío. En fin, el Bosque huele a otoño porque en él
siempre es otoño.
Y justo en
el centro del Bosque hay un claro. Un gran claro. Y en el centro del claro hay
un árbol. Un gran árbol.
Un árbol muy
alto, altísimo, tan alto como el rascacielos más alto, tan alto que es
imposible ver su copa a menos que fueras un pájaro y pudieras volar hasta ella.
Y grueso, muy grueso, tan grueso que era imposible abarcarlo con los dos
brazos, ni con los dos brazos de cien hombres, ni con los de doscientos… Es un
árbol tan grueso que abarca tanto como dos castillos juntos.
En el duro
tronco de este prodigioso árbol se abre una descomunal y hermosa puerta
primorosamente adornada con grabados de hojas, tallos entrelazados y frutos
otoñales (castañas, avellanas, nueces…), todo ello trabajado con tanta
delicadeza que podrías pasarte horas y horas contemplándolo.
Hay ventanas
a docenas, a cientos casi. Ventanas grandes. Ventanas pequeñas. Tragaluces,
ventanucos, ventanales, vidrieras, miradores, balconadas. Unas abiertas de par
en par, otras cerradas a cal y canto. Unas muy altas y otras muy bajas. En fin,
ventanas de todos los tipos, tamaños y gustos, como si quien viviera dentro
necesitara sentirse en contacto con el exterior. Porque sí, en este enorme
árbol en el centro de este enorme claro que se encuentra justo en el centro de
este enorme Bosque vive alguien, alguien importante, alguien poderoso.
Aquí vive la
Gran Señora del Bosque Dorado. También llamada Reina Otoñal o Bruja del Otoño.
Continuará…
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