Con las
espigas a buen recaudo, Dralina, se dispuso a cruzar las aguas rosa-anaranjadas
del gran Mar Asorda que separa los campos ardientes del Verano de las planicies
heladas del Invierno.
Mientras
sobrevolaba el insondable y extenso océano, su mente se entretuvo en recordar
las cientos de leyendas que le habían contado sobre él. Historias sobre los
terroríficos monstruos que habitan en sus profundidades, sobre las temibles
tormentas que se desatan de manera imprevista y han hecho naufragar a grandes
barcos; historias sobre hadas marinas que te atraen con subterfugios para
hundirte con ellas en lo más profundo del abismo rosa, sobre vientos belicosos
siempre en guerra a los que poco importa quien quede atrapado en medio de sus
disputas… Todas estas cosas -y alguna más- recordaba haber oído Dralina pero la
verdad fue que no encontró ni la más mínima señal de nada fantástico en todo su
largo y tedioso viaje.
Durante días
y días, lo único que vio fue el rosa-anaranjado del mar, el rosa-violáceo de
las nubes, y la leve y rauda estela de algún animal marino afanado en sus
quehaceres.
A medida que
se aproximaba al reino del Mago del Invierno, el paisaje fue cambiando. El agua
rosa fue dando paso al hielo rosa y entonces Dralina, dejó descansar a sus
agotadas alas y cabalgó sobre los gigantescos iceberg en compañía de unos titanes
surfistas amantes del frío.
Más tarde
recorrió las blancas llanuras de nieve y hielo donde los grandes -enormes- osos
polares son reyes indiscutibles e indiscutidos, temibles y temidos.
Atravesó las
exquisitas cuevas de Cristal Helado, donde las estalagmitas y las estalactitas,
se unen y entretejen con la delicadeza de un encaje de hielo milenario, dejando
ver el profundo color azul de su corazón formado por hielo milenario.
Atravesó
glaciares formados con la nieve, el hielo y el frío de millones y millones de
años a lomos de los mamut más descomunales que puedas imaginar y los únicos
seres vivos que se atrevían a aventurarse en estos ríos de hielo.
Anduvo, y
patinó, y esquió, y resbaló e, incluso, se atrevió a nadar en el Lago Gélido,
el lago con las aguas más frías del mundo.
Y siguió
andando y avanzando un día y otro día, una noche y otra noche, con el frío
llenando sus huesos, con las alas convertidas en témpanos de hielo, con manos y
pies casi insensibles… pero sin rendirse en ningún momento.
Hasta que,
por fin, llegó al colosal palacio de hielo del Mago del Invierno.
En contra de
lo que había imaginado, no tuvo el menor problema para entrar ya que, tan
seguro se encontraba el Mago de que nadie que se atrevería a atravesar su
extenso y gélido país hasta llegar a él, tanto confiaba en su poder, que jamás
se le ocurrió poner guardias en la entrada… ni en ningún otro lugar del
palacio.
Dralina
cruzó, pues, sin el menor impedimento, salas y más salas heladas; pasillos y
más pasillos resbaladizos de hielo; salones que parecían de puro cristal;
jardines con flores formadas por frágiles copos de nieve y cascadas de granizo.
Caminó por lo que le parecieron kilómetros y kilómetros de palacio hasta llegar
al Salón del Trono.
Y allí
encontró, por fin, al Mago del Invierno.
Probablemente
creerás que el gran Mago se enfureció al ver a Dralina y que ordenó apresarla
al instante sin permitirle hablar ni defenderse. Si es así, permíteme decirte
que te equivocas por completo. Te recuerdo que, en primer lugar, el Mago era
tremendamente arrogante y, por tanto, no veía ningún peligro en un hada tan
pequeña y tan joven. En segundo lugar debes saber que el Dueño del Invierno era
de naturaleza curiosa y, además, se aburría bastante en su apartado palacio.
Así que no, no sintió ningún enfado ante la presencia de Dralina. Sintió
sorpresa, sintió curiosidad, sintió incluso admiración pero no enojo.
Por eso
consintió en escuchar el discurso de Dralina…
Continuará…
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